Como pasa con tantos otros libros, lo mejor es empezar a leer este sin
saber demasiado sobre su argumento más allá de su premisa inicial: un hombre de
éxito decide de repente dejarlo todo y quedarse en un pueblo perdido en el que
casualmente ha parado el tren en el que viajaba. Los cómos y los por qués ya se
irán revelando al ritmo que la narración lo exija, aunque muchas reseñas
insisten en ofrecer un desmenuce tan detallado de todas las peripecias
argumentales que parecen querer acabar con la necesidad de hacer una lectura
propia de la obra. Mientras que en realidad cada lectura debería ser un salto
de fe en la propuesta narrativa que nos brinda el autor, una fe que en el caso
de Rosa Montero viene avalada por varias décadas ya de buenas lecturas que
hacen que cada nueva propuesta de la autora sea apetecible de antemano.
Lo que nos brinda en esta obra es una reflexión dura y serena sobre el
horror servida en una narración muy hermosa y entrañable. Se trata de historias
profundamente humanas, ficticias en sí mismas pero ancladas en una realidad por
desgracia muy verídica, donde lo bueno y lo malo no habitan universos paralelos
porque la vida de cualquiera puede encerrar el horror más absoluto o este le
puede salir al paso de manera siempre inesperada. Estas historias no son
denuncia ni reivindicación de nada que no sea la propia vida en sí misma, el
derecho y la obligación que tiene el ser humano de aceptar la felicidad y el
amor que aparezcan en su camino. Y la necesidad de saber reconocerlo a tiempo y
sin miedo, aunque los monstruos existan y estén ahí entre nosotros. Pero, como
se afirma al final de la novela, la alegría es un hábito y no conviene
desprenderse de él.
Hubo un tiempo que ya casi no recuerda, en su juventud, en el que creyó que el futuro era un tesoro por descubrir, una aventura magnífica. Como le sucede a todo el mundo, vaya: todos fuimos alguna vez un adolescente lleno de sueños y de ganas. […] Qué injusto que los humanos estemos tan llenos de grandiosos afanes y que luego la realidad sea tan chiquita.
Por lo menos, piensa, he sido buena gente: eso consuela. Por lo menos cuidé de mi padre. Por lo menos he leído bastante, he intentado instruirme y tener cierta cultura. Por lo menos amé mucho y aún amo.
Este libro puede no ser del gusto de todos. A unos les parecerá demasiado,
otros encontrarán que se queda corto. Que generaliza o que da demasiados
detalles. Que es muy oscuro o justamente exagera con su luminosidad. Pero para
mí ha sido una lectura perfecta, con todo en su punto y en su justa medida, de
la mano de una narradora que ya no necesita demostrar que es una de las mejores
plumas de nuestras letras contemporáneas pero que sin embargo lo sigue haciendo.